El proceso de Bolonia tenía dos metas complementarias: crear un espacio universitario y profesional homogéneo, con mutuo reconocimiento de títulos; y cambiar la pedagogía para implementar carreras más cortas, de tres años, con acceso más rápido al mercado laboral, dejando abierta la puerta a ulteriores aprendizajes vía másteres o doctorados.
España ha cumplido la primera meta, pero no la segunda. Se eligió una estructura general de 240 créditos para el grado típico, lo que significa una carrera que solo se recorta un año respecto de las antiguas licenciaturas, y por otra parte añade un año a las antiguas diplomaturas. Es evidente que, en el caso de que asignaturas difíciles o cargas nuevas como los trabajos finales rebasen el marco temporal establecido, los grados se irán a los cinco años, de modo que las licenciaturas o algunas ingenierías no habrán mejorado gran cosa, y las diplomaturas habrán sido martirizadas de modo absurdo. Además, esta estructura cuatrienal con riesgo de extenderse a quinquenal es una barrera insuperable para atraer cantidades significativas de alumnos europeos o latinoamericanos a nuestros grados, fuera de las breves estancias de los programas de intercambio. E incluso si se termina en cuatro años, es a costa de una densidad cotidiana de trabajo y seguimiento que era desconocida en la anterior experiencia estudiantil. Se paga el precio de no vivir verdaderamente la universidad como espacio creativo joven. ¿Era esto lo que se pretendía?
La universidad y las autoridades educativas deberían hacer una autocrítica relevante por este resultado del “camino español a Bolonia”. Miles de jóvenes dilapidan uno o dos años de su juventud y de sus ingresos familiares sin ninguna justificación sólida. Están retenidos por un sistema educativo que, paradójicamente, proclamaba estar cambiando para centrarse en el estudiante y convertirlo en protagonista del proceso educativo. En realidad es más rehén que protagonista: de ciudadano tierno ha vuelto a colegial madurito.
La Universidad de Cantabria haría bien en liderar el cambio, reducir los grados a tres años, tomar medidas estructurales con las asignaturas cuyo porcentaje de fracasos resulta estadísticamente inexplicable, y flexibilizar su oferta de postgrado para cualificar en ciclos cortos a personas que ya están en el mercado laboral pero necesitan un plus de especialización. La UC tiene que liberar tiempo de sus alumnos y de sus profesores y PAS para tomarse en serio las actividades artísticas, de ocio y deporte, de conocimiento de realidades foráneas, y de implicación en iniciativas solidarias en el entorno local. Que también eso es “la carrera”.
El Consejo Social de la Universidad debería abrir una reflexión de referencia sobre esta importantísima cuestión, en diálogo con los responsables universitarios y con los consejos sociales de otras autonomías.